BOLÍVAR Y LA NOTICIA
DE LA MUERTE DE SUCRE
La noticia. – El hundimiento. – Los recuerdos
En la casa de La Popa, conocida como la quinta Quis-
queya, a donde había llegado el 24 de julio de ese fatídico
1830, Bolívar cenó breve y austeramente. Después, como era
su costumbre cuando el humor se lo permitía, se tomó dos
copas de oporto. Le daban calor a su cuerpo atormentado
por el reumatismo y la bilis. Su salud, después de los días
de Turbaco, había alcanzado algún progreso. Se sentía opti-
mista y esperaba de un momento a otro la llegada del barco
inglés Shannon en el que viajaría a Jamaica. En realidad
todo estaba preparado por el general Mariano Montilla, su
gran y fiel amigo, gobernador de la provincia de Cartagena,
quien no ahorró esfuerzos para hacer grata la estancia del
Libertador, a quien amaba. A las nueve de la noche de ese 30
de julio hacen su arribo dos coches. Las bujías ardían despi-
diendo un tenue pero penetrante humo negro. Y allí están
Montilla, Juan de Dios Amador y otros amigos. Bolívar salea recibirlos afablemente. Pero nota algo extraño en la mira-
da de Montilla. «¿Qué ocurre general?», interroga inquieto.
«Excelencia –contesta Montilla, que sabe que va a descargar
un fardo aplastante sobre la débil humanidad del héroe–:
Han asesinado a Sucre antes de Pasto. Fue una emboscada
en un sitio tenebroso llamado Berruecos». Bolívar se llevó
ambas manos a la cabeza. «¡Imposible!, ese es el crimen de
Caín, que vuelve a matar a Abel». Y todo se desplomó. En-
tró callado a la estancia. Su dolor era tan grande que solo el
silencio y la soledad podrían mitigarlo. Amablemente pidió
a los visitantes, sus amigos, que le dejaran solo, y antes de
que se retirasen exclamó: «Tenía el presentimiento de que
si viajaba por tierra lo asesinaría Obando».
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